domingo, 5 de junio de 2011




Todo empieza con el amanecer y la vida tranquila de Montecristi cierto día, cuando el Estado del Sur, con el nombre de Ecuador, acababa de separarse de la gran Colombia, llegó al pequeño pueblo un emigrante español llamado Manuel Alfaro, Capitán de guerrillas en la Península con su cabeza llena de ideas liberarles, estaba contra absolutismo de Fernando VII, inspirado por los sombreros de paja toquilla viaja a Ecuador para olvidar los enfrentamientos por la causa de la libertad.

En Ecuador Manuel Alfaro olvida sus confrontamientos, y sus desengaños políticos, se dedica a una vida tranquila con el negocio de sombreros de paja toquilla, duplica el capital con el que vino de España y compra una finca en la que se dedica a exportar tagua, vivía en paz con las personas ya que vivían con la primera Constitución en la cual se indicaba como “ser moderados y hospitalarios”. Juan José Flores hizo que la ley fundamental tuviera espíritu acogedor para los extraños.

Lo que prendió definitivamente en la tierra a don Manuel Alfaro fue su amor por una hermosa joven de 15 años, manabita, de nombre Natividad Delgado; algunos años más tarde, don Manuel y doña Natividad formaron una familia, tuvieron hijos, el quinto de ellos era Eloy Alfaro que nació el 25 de junio de 1842. 



Ubicación geográfica de Montecristi



Don Manuel se dedica al cargo de juez de comercio que el gobierno del General Flores le otorga, con el cual se enriquece con doña Natividad.
Eloy Alfaro no fue un niño ni triste ni alegre, entre personas extrañas le aislaba la timidez, no era un niño incorregible ni más caprichoso que la generalidad, pero padecía de resentimientos prolongados y tenaces y de accesos de cólera, que don Manuel calificaba de “pataletas”.

Sus mejores horas de aprovechamiento las tenía cuando doña Natividad le narraba las historias le lucha que su marido había sostenido en la remota España, o las anécdotas del Libertador Simón Bolívar; Don Manuel, en cambio, apacible filosofador del pesimismo, pero moralista y práctico le hablaba de los desastres nacionales.

La Soldadesca genízara y analfabeta Floreana, había hecho del Ecuador un lugar de saqueo, la misma que asesinará a los redactores de “El Quiteño Libre” y colgara de un farol al brillante irlandés Francisco Hall.

Eloy estudio con un maestro compatriota de don Manuel, luego que el maestro retomó a su país, quedó sometido a lecciones prácticas que su padre le daba de contabilidad y comercio. En Montecristi no había colegios de enseñanza secundaria ni cosa parecida, pero como solo conocía el pueblo no tenía idea de cómo era el mundo así que su padre lo llevo a uno de sus viajes por Centro América y quedo con una visión más amplia del mundo, hasta que le llegó el deslumbramiento súbito, fue el día más alegre y también el más triste, pero el más completo de cuantos había contado.
Se dirigió a la aventura como un sonámbulo asombrado del mundo que iba encontrar, se enamoró en silencio y también experimentó el placer y la pena de perder su inocencia; era una mujer de la tierra: distante y morena, boca burlona a la cual la tomo muy enserio y con la cual tuvo un hijo....

Un día, su padre le mostró en una calle de Lima al general Juan José Flores, quien, desde 1845, vivía su destierro en el Perú, Siempre supo ocultar así sus sentimientos cuando no quería o no debía delatarlos.




Una fiesta en Montecristi en la que todos los campesinos en este día no se dedican a sus labores cotidianas por preparar las fiestas, Eloy y su hermano llegaron tarde por estar trabajando en su hacienda, cuando llegaron a la plaza central se escuchaba “que viva el presidente negro”, así la fiesta terminaba, los manabitas no sabían muy bien de que se trataba pero se entregaban con toda su alma.

Eloy pensaba en el derrocamiento de García Moreno, quien había salvado al Ecuador de perecer al igual que toda la juventud de la época se había conmovido dos años antes con las palabras del estadista: “guerra, guerra sin tregua a los enemigos de la patria”; y admirado cómo ese hombre fuerte había podido, a sangre y fuego, destruir a franco y erguirse luego como la figura dominante y terrible, indiscutiblemente necesaria en el instante de agonía del país, la figura maravillosa de su Simón Bolívar no estaba definitivamente muerta, saltaría en cualquier momento de su tumba, y de nuevo sobre el corcel impetuoso, volvería a sembrar frutos prodigiosos en los campos de la libertad.

Eloy creía que García Moreno era un déspota, sanguinario perseguidor de los liberales, utilizador del clero para sus fines absolutistas.

Una mañana, sin resistir a su demonio interior, se dirigió a visitar a don Manuel Albán jefe de los liberales de la provincia, sostuvo un diálogo corto, sin palabras sobrantes, al poner a disposición de la revuelta el caudal que su padre le confiara; poco después enviado por Albán, marchó al Perú a entrevistarse con el general José María Urbina, cuyas instrucciones se esperaban. Retomó con ellas y un día levantó la primera montonera en la montaña.
Soñaba: serán cientos, serán miles de hombres que le seguirán, correrá por los campos ecuatorianos un solo y enorme grito rebelde, y el tirano caerá.

Las posibilidades de sufrir una derrota no contaban para él, una compañía de artilleros enviada desde Guayaquil para reforzar la guarnición, debía estar en viaje desde Manta, y preparó el ataque. Alfaro no perdió tiempo en la embriaguez del triunfo, repartió el despojo abandonado, dejó a la mayor parte de su tropa apostada por aquellos lados y, al mando de seis hombres escogidos, se dirigió a Montecristi, con un atrevido plan en la cabeza, se dirigió hacia El Gobernador de la Provincia, el Coronel Francisco Javier Salazar a quien toma el mismo que se ofrece apoyar a la revolución.
Durante la travesía sumido en la penumbra de una tristeza nueva, saboreó la amargura de la derrota, no había nada, sólo el vacío cercándole y ahuecando la historia atormentada del país. 




El Gobernador Salazar violó el pacto de Colorado y empezó a perseguir a los liberales y a sus propios cómplices, los partidarios de Antonio Flores. Su peligrosa jugada requería del silencio para recuperarse, quedaba ahora fiel a García Moreno, exterminando a los que supieron de sus maniobras, así también le fueron llegando las noticias.

Cuando ya el país estaba totalmente pacificado, noticias de muerte, presidio flagelación y destierros. A comienzos de 1865 se encontraba en Lima, donde obtuvo trabajo en una casa de comercio, en tanto esperaba la ejecución de los nuevos planes de Urbina; la lucha, esta vez era a muerte. Urbina amagaría el golfo de Guayaquil con una escuadrilla y él señor capitán, iría a Manta, donde un buque de Urbina le esperaría para insurreccionar la provincia. Desde el caserío de la Colina hasta los astilleros del Sur, el terror Graciano ponía sombras en los gestos de las gentes y en el aire que circulaba por los alrededores de la casa de gobierno. La audacia de Alfaro al acercarse a los dominios de la tiranía, se vio compensada; viejos amigos de don Manuel le ayudaron para que embarcase escondido.

No cabe duda que García Moreno era un constructor. Su preocupación civilizadora y a frecuentes ratos genial, no le era negada ni por sus enemigos, como Alfaro y como Montalvo, que intuían o conocían su poderosa inteligencia, la que cayó en el empeño de dotar al Ecuador de una cultura postiza que lo llevaría al desastre.

Nada ecuatoriano, nada americano, vivía en el espíritu del gran hombre de hierro.

El 6 de agosto de 1875 llegó la noticia, García Moreno había sido asesinado en la lonja del Palacio de Gobierno de Quito. Las cosas no cambiaron de inmediato, el general Salazar, desde el Ministerio de la Guerra, destruía los empeños liberales. No contó con el pueblo quiteño, que el 2 de octubre inflamó las calles de la vieja ciudad colonial con su presencia tumultuosa.


Muerte de Garcia Moreno.



Paseaba por la vieja ciudad, descubriendo estrechas calles torcidas, muros subidos que detenían la perspectiva, quebradas abiertas a las inmundicias, bajas casas de adobe y pintadas en blanco, empinadas cuestas que le acortaban el aliento no hecho a tamaña altura. Los conservadores habían iniciado la guerra contra Carbo, el hereje, y que no era sino Carbo el iluso.
Veintimiilla en el fondo se reía de todos. Alfaro empezó a notar que las cosas andaban mal y que las esperanzas se diluían en la presión clerical, y fue a decir lo que sentía y sabía a su jefe, el general Urbina.

El Coronel Alfaro fue suspendido violentamente en sus sueldos y no volvió a pasar revista. Cierto día tomó la diligencia para Guayaquil, en busca de un barco que lo condujera al querido hogar de Panamá. El año de 1877 lo vivió Alfaro dedicado a rehacer sus negocios y a mantener activa correspondencia con los liberales de oposición. Tuvo quebrantos y dudas.

Un intrigante acusó a su amigo Macay, reveló negocios reservados con falsas imputaciones y fue castigado en duelo. Le mando Alfaro sus representantes, con una carta en la cual le abofeteaba con estas palabras: “usted merece que yo le dé látigo en la lengua”. Después, se refugió en la conspiración, sabía que los conservadores ofrecían apoyar a Veintimilla, a condición de que destituyera a Carbo, el más inofensivo de los liberales. Alfaro había escuchado inusitado movimiento en el cuartel.
El General Veintimilla en persona estaba en el cuartel, avisado por la delación. Algunos intentaron alzar los fusiles, los primeros fogonazos hicieron luz. Fue negocio rápido y fácil; las cuadras del cuartel se empaparon en sangre de soldados y oficiales.

Alfaro es llevado a la cárcel y encerrado en un infiernillo apenas si podía moverse y apenas si alcanzaba pedazos de luz cuando le daban de comer. Estrecho, inmundo, pestilente, negro, el calabozo le roía un tanto de vida a cada hora. No habría juez que condenase a Eloy Alfaro al tormento. Y en el tormento está sin sentencia: calabozo, incomunicación, grillos perpetuos en cuerpo enfermo, disentérico. Alfaro estaba solo, hundiéndose en el abismo de sus fuerzas desfallecientes. Nada sabía de la defensa.



El tumulto en contra de Veintimilla




Guayaquil gozaba de fama como ciudad liberal. La inspiración, el dinero y la carne para la metralla salían de la capital comercial del país, rica, tropical y verbosa. Allí se estaba integrando una clase de hombres que, en los años sucesivos, no abandonaría la causa de la transformación histórica y económica del Ecuador, pero si en la sangre del pueblo mestizo de Guayaquil ardía el corazón, no así en la calculada elocuencia de los dirigentes.

En 1879, las clases dirigentes guayaquileñas veían con placer la conspiración contra Veintimilla, pero no arriesgaban nada, solo unos pesos empleados con previsión inversionista.
Fracasada la revuelta, no hubo un solo señorón de campanillas que defendiese a Alfaro de las garras de Veintemilla.  Alfaro se consumía en el calabozo, más de treinta días y estaba enfermo, agobiado por dolores reumáticos.

El 3 de marzo suscribió el convenio para poder salir de la prisión y del país. El mismo modificó la redacción colocando estas palabras “A solicitud del Gobierno”. Porque no pedía gracia, sino una capitulación impuesta recibía, general de fortaleza cercada que la entrega con condiciones. “Una vez que se me asegura que los presos militares han salido ya fuera de la República, me obligo como caballero, bajo mi palabra de honor, a cumplir lealmente el compromiso de no prestarme personalmente a alterar el orden público constitucional, ni volver al país sin el permiso...” el coronel Alfaro, solicitado por cientos de cartas, él sería el jefe de las futuras batallas.

Se dedicó a leer libros de táctica, a estudiar las campañas más célebres de la historia, pero el favoritismo a las libradas por Bolívar y Sucre, el hermano masón mayor y, por último, recibió lecciones de arte militar de un viejo coronel francés retirado.

En la noche del 17 de octubre, fondeaba frente al puerto. Tomó tierra en la madrugada; ya pronunciada la capital de la provincia por su nombre como jefe civil y militar, 1881 había transcurrido sin grandes acontecimientos.
Rechazó una propuesta para cierta conspiración de Quito, en la que aparecía como caudillo Pedro Lizarzaburo, calificado por García Moreno de PEDRO EL CRUEL.
Le propusieron un triunvirato; Lizarzaburo, Montalvo y Antonio Flores, a lo que también, sonriendo, se negó. A Montalvo le tentaban también, reemplazando el nombre de Lizarzaburo por el de Alfaro, pero las cosas se precipitaron.

El 26 de marzo de 1882 se proclamó en Quito la dictadura de Veintemilla, cuyo período presidencial tocaba a su término. El Capitán General había partido a Guayaquil a dar el golpe en aquella plaza fuerte, en tanto sus ministros se encargaban de hacerlo en la capital.
Y así, el 17 de septiembre, luego de los últimos siete días de marcha por las gargantas heladas y los despeñaderos grises, arribaron a un pueblucho, cerca de Ibarra. No podrían recordarlo jamás con detalles geográficos cómo cruzaron la cordillera. Cerros abruptos, caminos fragosos, azotados por la lluvia y el granizo, a veces vertical el ascenso, a veces por dulces recodos, todo lo atravesaron como autómatas, turbados los sentidos y ganados por el coraje del caudillo. Los páramos de Piñán les hicieron temblar, solitarios frente a los cactus vestidos de cenizas.



Paramos de Piñán




Mientras Alfaro llegaba nuevamente derrotado a Panamá, Miguel Valverde, restablecido de sus dolencias, desoyendo consejos de amigos, tomó un disfraz de indio y embarcó así con rumbo al Perú, pero fue descubierto, y enviado a Guayaquil, incomunicado y cargado de cadenas.
Veintemilla en persona le visitó cierta noche en su calabozo del cuartel del batallón “Yaguachi” y le cubrió de injurias.

Había dinero reunido para vencer a Veintemilla. Poeta sin palabras y sin música, la pulcra ambición no le dejaba sitio a la trapacería tan común a los caudillos de la época Vivía sobre el dolor, como un navegante sobre mares conocidos La política era el refugio, la fuga para aquellas angustias reprimidas. Y el flagelamiento de Valverde y Oña le precipitaron a la acción sin resolverse a esperar los veinticinco mil pesos ofrecidos desde la tierra.

Le visitó Luís Vargas Torres, le dio dinero de su fortuna privada y frescas noticias de Guayaquil, además para comprar armas y asi iniciar operaciones sobre Esmeraldas. Ordenó  a los jefes e indicaba las posiciones, reunió pertrechos, con terrible movilidad de diosa antigua. Conducía un cañón para la defensa de la angosta calle de San Francisco, auxiliada por la noche. Sin luces vivas en la ciudad, se marchó a buscar una compañía perdida. Conquistar, en nombre de la libertad, su tierra manabita, era un sueño largamente acariciado por Alfaro.
Iría, a su camino, dictando providencia liberales, haciendo pequeñas –las posibles en un estado de guerra reformas progresistas y ganando partidarios. Su hermano José Luís partió en descubierta con una columna. Dejó autoridades en Esmeraldas y en la mañana del 24 de febrero partió hasta el Esteren de Daule, donde desembarcó y siguió por tierra hasta Pedernales, marchando entre el fango. Quiere ganar batalla como Bolívar, no sólo en lucha de armas sino también con la fuerza sutil de la política. Por eso, aunque negado de la virtud maravillosa de la palabra que poseía el Libertador utiliza, empero, el estilo de sus proclamas para afirmar su dominio de los hombres. El enemigo había abierto operaciones sobre Rocafuerte, y como no hubo ataque inmediato, despachó al coronel Centeno hacia Cahrapotó a provocar.

En Portoviejo recibió una carta del general conservador Mariano Barona, que se encontraba en Babahoyo, le propuso una entrevista con el general José María Sarasti, que venía al mando del ejército interiorano de los restauradores.

El 11 de mayo –tanto tiempo gastado tuvo la entrevistaba con Sarasti en la hacienda San Antonio, Alfaro lo escuchó y a su turno dijo: Mis condiciones son estas: usted conserva el mando de su ejército y yo el del mío, determinaremos de acuerdo las operaciones militares, una vez tomado Guayaquil, dejaremos al pueblo en libertad para que resuelva lo que juzgue conveniente. Si decide adherir al Gobierno de Quito o al que yo presido, o si opta por un gobierno propio, tanto usted como yo acataremos y apoyaremos su decisión. Sarasti le había ofrecido la jefatura única del ejército, pero Alfaro, desconfiado, y cometiendo acaso un error, rehusó.

Hacia el 30 de mayo, sostuvo un cañoneo con vapores enemigos. Seiscientos manabitas voluntarios engrosaron sus filas. Ya tenía más de dos mil hombres, bien armados. El 1 de junio se dio a los Comandantes generales, entre los que se hallaba un hermano de Alfaro, la orden de marcha.

Dos días después, las posiciones convenientes fueron ocupadas; en Quito, el Pentavirato se aprovechó de la maniobra alfarista para publicar un boletín, que decía: “¿Quién podrá detener los pasos del Ejército, a quien impulsa el patriotismo y el favor del cielo?”. Ya lo tenían resuelto para la madrugada siguiente, a petición del General Salazar, pero a última hora adujo que no había terminado la construcción de una trinchera en el cerrito Pelado, donde colocaría su artillería. Alfaro se estremeció de rabia por la nueva demora, por ese ir y venir que ocasionaba murmuraciones en las tropas, Pero amaneció el día de la batalla. El último dolor ya había pasado, cuando el pequeño combate del 6 de julio, día en que desembarcaron los enemigos en Puerto  Lisa y coparon la escasa guarnición. Tuvo la convicción de que de Mapasingue habían avisado a Veintimilla, el número y posición de sus fuerzas en aquel sitio, y así lo dijo a Sarasti con ruda franqueza, El pueblo lo aclamaba, era cierto, pero la oportunidad se le había escapado. Lo seguían por las calles, cantando canciones de libertad. La voz de ¡Viva Alfaro! se levantó como un encantamiento. Pero había descuidado la retaguardia política, los aliados conversaban a voces ocultas y ocupaban los cuarteles abandonados mientras él se ocupaba de operaciones últimas de limpieza.



“Después del triunfo, la hidra de la anarquía se presentará reclamando el botín de las aspiraciones vulgares. Por mi parte, la designación de magistrado, con que me han honrado los habitantes... servirá de base para dar ejemplo de abnegación y patriotismo, llegado el momento oportuno, propondré resignar el mando en el territorio que se halle bajo mi jurisdicción en un ciudadano que, por sus preclaros antecedentes, merezca la confianza de la República”.

El 10 de julio las calles fueron estrechas para contener al pueblo, a la juventud, a los estudiantes, alto el grito por Alfaro. Los conservadores, entonces, acordaron conferenciar, pidiéndole que asistiese solo. El resentimiento de Montalvo, por no haber sido llamado él para tomar la situación en sus manos, era evidente, pero acertó en sus juicios sobre Carbo, porque la clase social a que pertenecía, detrás de él y a su costa, hacía el juego al más fácil ganador, tampoco podía olvidar la generosidad de Alfaro. Por eso, en cierta vez, regaló un piano a la hija de su amigo, Colombia. Mueble venerado habría de ser por muchos años.

En tanto, los sueños se le derrumbaban en el corazón de quien ya era el “hombre ilustre que estaba haciendo temblar a los tiranos” según las palabras de Montalvo, sino un vencido, un mal jugador inexperto. Las tribulaciones cayeron sobre él. Una atroz campaña de calumnias le asedió. Cartas anónimas o de firmas irresponsables aparecían en Quito, denunciando que Alfaro había tirado por la espalda a los conservadores durante la batalla. “La perfidia de la división de Alfaro”, eran palabras cotidianas. Se defendió, publicando cartas firmadas por altos jefes conservadores, mas la semilla de la difamación estaba sembrada. Naufragaba su espíritu en lucha sórdida, y vino la fiebre amarilla y se le llevó a uno de sus más fíeles amigo. 

Don Pedro Carbo le aconsejaba que no, hasta esperar los resultados de las elecciones de diputados para la próxima Convención. Además, el armamento que poseía era inferior al de los enemigos. Una matanza sin posibilidades ciertas, hubiera sido el resultado de su arrebato. Horas duras soportó en el Guayaquil romántico, peleador y caliente de los barrios populares, donde hervía la ciudad de soldados montubios, de tránsito vocinglero por los puentes de viejo guayacán, de mujeres bronceadas con altas caderas de guitarra, de zambos de mechón en la frente, borrachos, gritando ¡Viva Alfaro! En las cantinas de la Tahona, ante el río nutrido de canoas pintadas de mangos y naranjas o al filo de la sabana matonil y aventurera. Un día partió a Manabí con su ejército. Carbo permanecía aún en Guayaquil ejerciendo las funciones del gobierno.

El pacifismo inocente de Carbo producía la derrota definitiva. Sólo un tónico llegó a sus heridas: la Cámara de Diputados de Colombia expidió un honroso Acuerdo: “La Cámara celebra la caída del dictador Veintemilla, vencido definitivamente y arrojado del territorio ecuatoriano por las fuerzas victoriosas del general Eloy Alfaro... La Cámara hace votos porque este hecho de armas sea fecundo en buenos resultados para la causa que representa el general Alfaro, a quien los Representantes de Colombia felicitan sinceramente”.

Cuarenta y dos años, pobre, difamando, vencido, sólo doña Anita le devolvería lo robado: sus alegrías y sus esperanzas. no había dinero, y en Panamá la vida le resultaba dura.
La belleza de doña Anita había ganado en serenidad impalpable y tangible al mismo tiempo, dándole fuerzas ocultas y, aunque vencidas, colaboradoras del destino. Mujer de poderosas intuiciones, sabía que su marido jamás rendiría su amor a la libertad por el amor de ella.

Amigos de Quito escribieron a Alfaro proponiéndole la revolución. Se negó. ¿Acaso era la fatiga?, ¿acaso pensaba que no era llegado todavía el momento?, pues el gobierno de Caamaño, designado ya por el período constitucional de cuatro años, acababa de iniciarse, y quería, antes que todo, cogerlo en falta. “Soy enemigo de la guerra, mientras no se agoten los recursos de la paz”, afirma por entonces.
Pero muy pronto todo conspiraría para que se levantase en armas, sin pensarlo dos veces. “La Argolla” motejó a su círculo, y así perduró bautizado. Afirmaban que los contrabandos de mercaderías del exterior le enriquecían y que si habían elevado las tasas aduaneras era para proteger mejor su ilícito comercio. Los liberales, los ex combatientes alfaristas, eran perseguidos, encarcelados, o echados del país al abrigo de cualquier acusación de sobremesa.

A don Pedro Carbo le pagaron los servicios acusándole de haber malversado caudales públicos. La indignación crecía y la rabia no hallaba otra salida que la de llamar a Alfaro, cuyas fugaces, pero serias obras eran anuladas, como la creación de los colegios Bolívar y Olmedo, en Jipijapa y Portoviejo. Ambos centros de educación, creados durante la campaña, constituían un orgullo para Alfaro. Nada de la obra del hereje, parecía ser el mandato. El diezmo, suprimido por él, fue restablecido con gran regocijo de frailes, mientras la prensa liberal era amordazada y sus redactores, como Emilio Estrada, editor de “El Federalista”, encerrados en prisión; o como Vela, de “El Combate”, tratado de sobornar. Caamaño, de un extremo a otro del país, pasó de boca en boca con el apodo de “Treinta millas”, sucesor corregido y aumentado de Veintemilla. Alfaro volvió a los años mozos.



Durante el segundo período de gobierno, el Alfarismo fue perdiendo apoyo. Muchos de sus antiguos partidarios se unieron a la tendencia Placista aliada de los terratenientes. A ello se sumó la pérdida de poder de Alfaro en el ejército y el deterioro propio de la vejez.

Cuando su segundo período presidencial terminaba, Alfaro escogió como candidato al empresario guayaquileño Emilio Estrada, quien triunfó ampliamente en las elecciones presidenciales. Al enterarse Alfaro de que Estrada tenía una enfermedad cardiaca grave, intentó destituirlo legalmente para evitar una disputa por su sucesión. Los seguidores de Estrada dieron un golpe de Estado y Alfaro salió del país.

A los pocos meses de iniciar su mandato, Estrada murió y, como Alfaro había previsto, diversas facciones liberales empezaron a disputarse el poder. Alfaro volvió al país para intentar negociar un acuerdo, pero una sangrienta guerra civil se había apoderado del país. Por un lado, estaban los liberales más radicales, que se habían alzado en Esmeraldas y Guayaquil y, por el otro, fuerzas comandadas por Leonidas Plaza y Julio Andrade, que representaban al gobierno. Ante la contundencia de los ejércitos gobiernistas, los alfaristas llegaron a un acuerdo por el cual se respetaba su libertad y se rindieron. A pesar de ello, Alfaro y sus compañeros fueron encarcelados y traídos a Quito, donde una multitud, azuzada por clérigos y enemigos de Alfaro, los asesinó y arrastró por las calles hasta El Ejido, donde se los incineró.

Vamos a describir los momentos culminantes de la inmolación de Alfaro y sus Generales. En este atroz crimen estuvo involucrado directamente el general Leonidas Plaza Gutiérrez, con la complicidad de notables personajes como el Arzobispo Gonzáles Suárez, quién como Jefe de la Iglesia Ecuatoriana, con su sola presencia pudo haber evitado la masacre.

El coronel Carlos Andrade, que acompañó a Eloy Alfaro en su viaje final desde Guayaquil, narra así la llegada a Quito: “Al amanecer, después de una noche horriblemente fría, llegamos a Tambillo. El Gobierno ordenaba el avance a Quito…La tropa del ‘Marañón’ nos inspiraba serios temores, y era imposible demorar en Tambillo, ni retroceder, razón por la cual el coronel Sierra recibió autorización para continuar… Ya en el tren, el general don Eloy llamó al citado coronel y a mí y nos dijo textualmente: “A mí me gusta preverlo todo: entiendo que en la estación de Chimbacalle (Quito) nos espera una poblada, y yo quisiera que ustedes enviaran adelante una comisión para que se entienda con la multitud, manifestando que me resigno a ir al panóptico, a esperar el resultado de un juicio, o lo que sea. Si acaso no convienen, que me permitan hablarles, y les convenceré de que estoy resuelto a irme al panóptico, y en último caso les diré que me perdonen. No quiero que me vengan a agarrar de las orejas o de la barba, ni ser ultrajado de cualquier otro modo””.

“El coronel Sierra y yo le dijimos que no tuviera cuidado, que ya estaban tomadas las medidas… Se resignó el General y no volvió a decirnos una palabra. Por lo demás, su actitud durante el viaje fue de completa serenidad y de una resignación imponderable. Ni un reclamo, ni una queja… Ya cerca del lugar en que debía parar el tren para que los prisioneros fueran trasladados a un automóvil, según lo convenido, el general don Eloy recomendó al mayor Alberto Albán, quien iba al frente de su asiento, el cuidado de dos maletitas de ropa interior, para que las mandara después al panóptico…Entonces los generales bajaron del tren y subieron al automóvil, con absoluta serenidad. Yo pedí un caballo para acompañarlos; y como no hubiera, el coronel Sierra me indicó que fuese en el automóvil. No hago comentarios sobre tal indicación, que quizá pudo ser inspirada por buenos fines, pero ya mi compañía, en esas condiciones, de ninguna utilidad podría ser para los prisioneros; y les vi partir sin imaginarme que me despedía de ellos para siempre…”

“Empezó la procesión. Piedras curvando el aire lleno de insultos. Una tocó la mejilla de Páez. Disparos de fusil. Don Eloy advirtió la palidez de sus camaradas. Medardo, medio paralítico, tenía un temblor extraño. -¿Tiene miedo a la muerte?- preguntó despacito Don Eloy- Ningún Alfaro ha temido nunca al peligro.-
Frente a frente, la fortaleza de piedra. Descendieron del automóvil. Don Eloy, arrastrando los pies, dificultado en su marcha por los anchos escalones, tropezó y cayó. Le dieron el brazo y siguió trepando.

Se cerraron luego las puertas del panóptico. El coronel Sierra se dirigió a la multitud, diciendo que ya había cumplido con su deber y aquel soldado oscuro se marchó” “¿Cómo obró el notable historiador y prelado, Federico González Suárez, arzobispo de Quito? Simplemente, por no desoír las solicitudes de doña Colombia y del General Plaza (una del general Andrade nunca llegó a su destino), hizo circular ese pavoroso 28 de enero una candorosa y pequeña hoja suelta con el título de SUPLICA: “Ruego y suplico encarecidamente a todos los moradores de esta católica ciudad, que se abstengan de hacer con los presos demostración alguna hostil: condúzcanse para con ellos con sentimiento de caridad cristiana. Lo ruego, lo suplico, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo”. ¿Temió el ilustre obispo a la multitud y a las maniobras del gobierno? He aquí la respuesta al general Leonidas Plaza: “Ayer a las siete de la mañana, recibí su telegrama. Estaba escribiendo la constatación cuando aconteció la acometida del pueblo al panóptico: así que los presos entraron al panóptico creí que se había salvado la vida de ellos. No es posible que usted pueda siquiera imaginar la escena de ayer; lo menos cinco mil personas, a quienes nadie podía contener. La fuerza militar fue arrollada”.

“En salvo. Era increíble. Don Eloy se estaba llenado de paz interior. ¿Qué le importaba ya el poder? Vivir, si, un poco más, para ver a los hijos y dar consuelo a doña Anita. Cuanto silencio en la piedra. El frío le entró a los huesos. Apoyado contra el muro, se frotó las manos, dio vuelta a la cabeza y luego llamó: quería un cajoncito para sentarse”.
“De repente, como un estallido, gritos y carreras surcaron por los corredores. Las escaleras de hierro sonaron enmohecidas. Tiros de fusil se ahogaron entre las paredes grises. Don Eloy no lo quiso creer. Corrían, se empujaban, ola en furia, reventazón en los acantilados… ¡No! No lo creía. Se acercaban. ¿A qué? No distinguía palabras; eran nudos de garganta desatados los que trepaban a su celda. Y así estaba, recogido, los nervios finos por saber, cuando su puerta se abrió de un golpe. El se incorporó tieso y veraz:
¡Silencio! ¿Qué quieren de mí?

Un tiro en la cabeza le hizo caer suavemente, como un desvanecer de piel y huesos. Sus brazos delgados se posaron en el pequeño cajón de madera y allí, sin una seña, reposó. Era la primera y última herida que recibía el Viejo Luchador en más de cuatro decenas de constantes batallas”.



El 28 de Enero de 1912 las celdas del penal García Moreno son asaltadas por la guardia del Panóptico; seis cuerpos exánimes, desnudos y sangrantes fueron arrastrados por el tosco empedrado del sombrío Panóptico. Luego amarrados con sogas y arrojados a la calle para el “arrastre”. Presidían esta procesión macabra matarifes, prostitutas, viudas de soldados, frailes, cocheros y muchachos. Los autores intelectuales: fanáticos clericales y liberales tránsfugas. Trágico epílogo que duró parte de la tarde, pasó por el Palacio de Gobierno hasta el Ejido. Allí los mutilados y sangrantes cuerpos fueron incinerados. 

Es la Hoguera Bárbara, las piras en las que quemaron el cuerpo enjuto y pequeño del Viejo Revolucionario y de sus revolucionarios. “La incineración del cráneo pensador, ha dado siempre mas fuerza y brillantez al pensamiento que se albergaba en la cabeza carbonizada” sostiene  José Peralta. Es el disciplinamiento y la normalización social según el filósofo Foucault “Es el rescate del statu quo heredado de la Colonia”.


CONCLUSIÓN  

En este leve resumen acerca de la vida del General Alfaro; me pareció mucho mejor y más importante recopilar los  momentos clave y culminantes, con los que el general quedo gravado en nuestra historia, como un hombre que luchó por sus ideales “hasta la muerte”, por ello es conocido como uno o el mejor de los presidentes y de los hombres más notables de nuestro país.

                                              

GLOSARIO DE TÉRMINOS:

               Terrateniente: Dueño o poseedor de tierra o hacienda.
               Disputa: Porfiar o alterar.
               Facciones: Fisonomía, rostro, aspecto.
               Azuzada: Hostigada, fastidiada.
               Clérigo: El que ha recibido las ordenes sagradas.
               Ejido: Campiña, pradera, prado.
               Ultrajar: Despreciar a una persona.
               Epílogo: Recapitulación de todo lo dicho en una composición.


BIBLIOGRAFÍA:


"La Hoguera Bárbara"
ALFREDO PAREJA DIEZCANSECO, novelista, ensayista, periodista, historiador y 
diplomático ecuatoriano.


Nació el 19 de noviembre de 1908 en Guayaquil. Su labor ha sido vasta y lúcida, en los dos campos a los que se ha dedicado. Formó parte del "Grupo de Guayaquil" y siempre reivindicó la libertad del creador para gestar su obra. Con una personalidad sensible, inteligente y críticamente observadora. Con gran capacidad de novelista conocedor de la historia analizó críticamente al Ecuador y a sus hombres. En 1979 se le concedió el Premio Nacional "Eugenio Espejo" en reconocimiento a la totalidad de su obra. Entre otros cargos importantes fue designado Canciller de la República en el Gobierno del Ab. Jaime Roldós Aguilera y luego Embajador en París. Falleció en Quito el 3 de abril de 1993.